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Blogumulus by Roy Tanck and Amanda Fazani

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En la historia y en la prehistoria, en todas las culturas y en todas las religiones -babilonios y sumerios, griegos y egipcios, judíos y cristianos...- se ha otorgado un valor místico y divino a ciertos números. Esto explica el significado especial que, todavía hoy, algunas cifras tienen a los ojos de muchas personas.

Se da por sentado que el mundo de las cifras y las matemáticas está exclusivamente habitado por la razón; que los sentimientos, las ideas religiosas y las emociones no tienen cabida en él. Pero ¿es así en realidad?

Si damos un salto atrás en el tiempo y nos remontamos a la época en que el hombre empezó a ocuparse de los números, llegamos hasta la edad de piedra. Los cazadores prehistóricos han dejado en sus cavernas testimonios rudimentarios de cálculos de calendario que relacionaban las estaciones del año con la aparición de los rebaños de animales que les procuraban el sustento.

El cálculo del calendario implicaba la observación del firmamento estrellado, y, naturalmente, el hombre primitivo no tenía la más mínima idea de la mecánica celeste. Sólo sabía que el calor del Sol, el rayo y la lluvia procedían del cielo. La bóveda celeste era al mismo tiempo fuente de bendiciones y maldiciones. La consecuencia lógica fue que la observación del firmamento y los cálculos del calendario se convirtieron en objeto de culto. Sondear la voluntad de los dioses significaba no hallarse tan impotente ante las fuerzas del destino. Y el hombre primitivo creía que a los dioses celestiales se les podía influir con ofrendas y conjuros. La relación entre el cálculo y la religión aún se hizo más patente cuando los cazadores se asentaron y se convirtieron en agricultores y ganaderos. El cultivo de los campos y la cría del ganado debían estar sujetos a un orden, un mandato divino que era posible prever y calcular dentro de unos márgenes. Sequías, inundaciones y catástrofes naturales no eran más que expresión de esa misma voluntad, contrariada, de los dioses.

Las culturas sumerias, egipcias y babilonias nos han aportado curiosos testimonios de religiones naturales emparentadas con el arte del cálculo. Maestros matemáticos y sacerdotes trabajaban codo con codo en la administración del imperio, la elaboración de cálculos del calendario, la astronomía y las predicciones astrológicas. Lógico fue entonces que, a raíz de aquellos estudios y mediciones, las propias cifras adquirieran una significación sagrada.

El número 60, por ejemplo, fue utilizado como base del más importante sistema babilonio de numeración. El amor por dicho número tenía entre los astrónomos un trasfondo mitológico y práctico a la vez: para la elaboración de planisferios había que dividir el firmamento en secciones iguales. El número 10 planteaba un inconveniente fundamental: sólo tenía como dividendos el 2 y el 5. Por el contrario, la cifra 60 poseía muchos más: el 2, 3, 4, 5, 6, 10, 12, 15, 20 y 30. Con este número, la bóveda celeste era mucho más fácil de descomponer en sectores del mismo tamaño y, lo que era aún más importante, de hacer compatible con la marcha de los astros: el calendario babilónico también procedía del número 60, tenía 360 días.

Pero hubo en la Antigüedad otra cifra divina por excelencia: el 7. ¿Por qué, si era indivisible y difícilmente adaptable a los cálculos numéricos? Los astrónomos se dieron cuenta de que había dos tipos de astros: unos, impertérritos, encadenados al firmamento; otros, errantes, que describen sus órbitas en el cielo. Junto al Sol y la Luna, vagando por el espacio, sólo se conocían los planetas observables a simple vista: Mercurio, Venus, Marte, Júpiter y Saturno. Estos siete cuerpos celestes representaban el orden cósmico divino. No es fruto de la casualidad que los planetas de nuestro sistema solar lleven nombre de divinidades.

No hay, pues, que prejuzgar la cifra divina como una superstición absurda. Ya en el primer libro del Génesis se decía: "Y Dios bendijo el séptimo día y lo santificó, ya que en él descansó de todas sus creaciones..." Naturalmente en la Sagrada Escritura también aparecen las cifras 10 y 12. De ahí que existan diez mandamientos, diez plagas en Egipto, doce en Israel, doce apóstoles... Quien trate de descifrar el Antiguo Testamento a la luz de los símbolos numéricos hará curiosos descubrimientos. La cifra 7 aparece en estos textos docenas de veces: los siete pecados capitales, las siete maravillas del mundo, los siete sacramentos, los siete mares, el sermón de las siete palabras... El número 7 aparece a lo largo de la Biblia como una fórmula mágica, Los psicólogos han descubierto que nuestra memoria tiene una extraña fijación con el 7.

Pero regresemos al mundo de las matemáticas. La ciencia semioculta de los sacerdotes babilonios y egipcios se convirtió en Grecia en un saber científico libre y diáfano. Uno de los pioneros de este nuevo desarrollo de las matemáticas -que tuvo sus orígenes allá por el siglo VI antes de Cristo- fue Tales de Mileto, quien, a su vez, pasó a los anales de la historia griega como uno de "los siete sabios". Sus conocimientos, adquiridos durante sus viajes al Oriente Próximo, sentaron la base de su filosofía natural. Pero lo que le diferenciaba de sus colegas egipcios y babilonios era que él no trataba de anteponer una visión mística del mundo a los cálculos racionales. Así los griegos comenzaron a experimentar con diversos modelos mecánicos del universo. Aparecieron por primera vez conceptos como materia, fuerza o energía. Hoy sabemos que aquellas ideas aún eran muy vagas pero podemos intuir la repercusión que tuvieron en la mentalidad de los hombres de aquella época. Las antiguas divinidades, recibieron un nuevo puesto, más ajustado, en el orden del universo. ¿Significaba eso el nacimiento del hombre racional y el fin de los dioses celestes? La respuesta parece muy poco matemática: sí y no.

Cuando los sabios medievales redescubrieron los textos de la Antigüedad clásica, se dieron cuenta de con qué ideas revolucionarias habían estado trabajando los matemáticos griegos. Comparándose con ellos, los investigadores del Medioevo parecían de la época prebabilónica: su matemática se había limitado a la mística de las cifras, al cómputo de las fiestas eclesiásticas y a procesos aritméticos muy sencillos, en los que la división aparecía como un complicado arte matemático. ¿Cómo fue posible que tantos conocimientos científicos se eclipsaran durante siglos de la conciencia humana? La respuesta también está en los griegos; concretamente en Pitágoras de Samos. También entre los griegos existía lo inexplicable, la humana paradoja de que, junto al conocimiento matemático fundado en la razón, se encontraba fuertemente arraigada una matemática sobrenatural y mitológica. Su fundador fue Pitágoras. Tras muchos viajes a Oriente, fundó Crotona (al sur de Italia) una escuela matemática. Junto a la enseñanza de esa ciencia, el insigne griego también instruía a sus alumnos en la veneración de las cifras y en la reencarnación de las almas.

Desde el punto de vista de la escuela pitagórica, el universo se componía de cifras. Las rectas eran femeninas y las curvas, masculinas. El número 1 se consideraba como el creador de todo lo demás. ¿De dónde procedía esa convicción en la fuerza de las cifras? En los estudios de las escalas musicales se descubrió que los tonos poseen una relación estrictamente numérica entre sí. Así, cuando se recortaba la cuerda de un instrumento musical en la proporción 2:1, resultaba la octava. De este importante descubrimiento musical se dedujo que toda armonía de la naturaleza se basaba en una relación numérica. Incluso las órbitas de los planetas debían obedecer esta numérica "armonía celestial". ¿Qué podían hacer los matemáticos sino adoptar la creencia de que esta armonía habría de ser válida también para la geometría? Ironías del destino, porque sería precisamente el teorema de Pitágoras lo que cuestionaría toda la teoría pitagórica: descubrieron que la diagonal de un cuadrado con una longitud lateral uno, daba como resultado el valor de la raíz de dos. Esto significaba que había que hallar una cifra o una fracción que multiplicada por sí misma diera un valor dos. Pero por mucho que se esforzaron, no consiguieron hallarla, así que llegaron a la conclusión de que habían topado con la cifra irracional. Una denominación que, para nosotros, no tiene nada de extraordinaria ya que, hoy, en nuestro sistema numérico se conocen numerosas cifras irracionales.

Los pitagóricos veían el asunto de forma muy diferente. Ante todo, guardaron en secreto su descubrimiento, comprometiéndose a no revelarlo bajo ningún concepto. Incluso dictaron un castigo para quien violara esa norma sectaria. Así, cuando el pitagórico Hiparcos -que había osado revelar a profanos sus conocimientos numéricos- pereció en un naufragio, todos sus hermanos de orden lo consideraron un castigo divino. Sería en este momento cuando se cerraría el círculo y volveríamos al razonamiento matemático medieval. La parte mitológica -derivada de una armonía numérica sobrenatural- fue asumida por el cristianismo, y la parte más estrictamente científica y matemática se perdió poco a poco.

La liberación de la concepción mística del mundo supuso un hito cultural en la historia del pensamiento, tal como nos revela la biografía del astrónomo y matemático Kepler (1571-1630). Sólo cuando Kepler se atrevió a mirar mas allá de la religión consiguió establecer la consonancia entre sus cálculos y sus conocimientos astronómicos. Así fue como demostró que los planetas describen órbitas elípticas alrededor del Sol. Y todavía hoy, en plena era de la astronáutica, los científicos siguen constatando que cada satélite, cada sonda espacial, siguen fielmente las leyes de la mecánica celeste que Kepler descubriera hace cuatrocientos años.

Regresemos, no obstante, al número infinito, a ese número que atrae irresistiblemente al hombre desde que se ocupa de las matemáticas. ¿Puede entonces siquiera imaginarse el infinito en términos de cálculo? Los matemáticos están de acuerdo en que lo infinito resulta impensable en el mundo de lo real. Tomemos, por ejemplo, una cifra muy elevada: el número total de partículas que existen en el universo -protones, neutrones y electrones- se ha calculado en torno a 10 elevado a 80, un número con ochenta ceros que, en definitiva, resulta relativo y no infinito.

A lo largo de la historia del pensamiento y la ciencia han sido muchos -Anaxágoras, Arquímedes, Aristóteles..., en la Antigüedad; Gauss y Cantor, entre muchos otros, en la Edad Contemporánea- los que han sentido la fascinación del infinito, una cifra mágica que salta hecha pedazos en el momento que se le suma un simple uno.

Lo infinito apareció cuando la razón humana quiso crearlo. Y así, del mismo modo que es posible imaginar la dimensión del tiempo en su aspecto infinito, puede también imaginarse un mundo infinito de números susceptibles de ser calculados.







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