Juan Tomás de Rocaberti, arzobispo de Valencia entre 1677 y 1699, jugó un papel fundamental en la corte en los años previos a la Guerra de Sucesión, de consecuencias trágicas para los valencianos. Un estudio -recientemente publicado- de Emilio Callado pone de relieve, entre otras cosas, cómo el dominico, por su cargo de Inquisidor General, ideó un rocambolesco método para desvelar el origen de los “hechizos” que maltrataban a Carlos II, el último rey de los Austria.
Carlos II murió en 1700 con el sobrenombre, que pasaría a la historia, de El Hechizado. Fue el último rey de España de la dinastía de los Austria. Su muerte sin descendencia daría pie a la Guerra de Sucesión, de dramáticas consecuencias en tierras valencianas (la batalla de Almansa, el decreto de Nueva Planta y la pérdida de los fueros) Su apelativo no era casual: de naturaleza enfermiza, estéril y con una estampa poco agraciada, los rumores de que era víctima de un hechizo maligno prendieron pronto entre el vulgo. Él mismo no estuvo ajeno a estas leyendas. Un papel importante en este periodo final de los Austria en España lo jugó el entonces arzobispo de Valencia, Juan Tomás de Rocaberti, quien en 1695 recibió el encargo de ser el Inquisidor general del reino. Curiosidades del destino: 300 años después, otro jefe de la diócesis valentina, Agustín García-Gasco, es el heredero del gobierno del Santo Oficio como presidente de la Comisión para la Doctrina de la Fe de la Conferencia Episcopal.
Un estudio del valenciano Emilio Callado publicado recientemente (Por Dios y por el rey, Institució Alfons el Magnànim) repasa la trayectoria de Rocaberti (Peralada, 1627 – Madrid, 1699) y subraya su actuación en la corte de Carlos II.
Este pidió al inquisidor en secreto en enero de 1698 que averiguase que había de cierto en aquellos comentarios sobre el posible conjuro que maltrataba su existencia. La junta suprema del Santo Oficio determinó que era muy dificultoso “entrar en semejante laberinto”, pero Rocaberti no estaba dispuesto a olvidar el encargo y unos meses después, con la ayuda del nuevo confesor del rey, Froilán Díaz, emprendió una extravagante aventura para desvelar el origen de los males del monarca.
Conocedor de que un compañero de la orden dominica (fray Antonio Álvarez Argüelles) practicaba exorcismos a unas monjas de Cangas de Tineo (Asturias), le pidió que a través de ellas interrogara al diablo sobre la posesión de Carlos II. A partir de entonces se inicia una curiosa correspondencia -perdida en gran parte- en la que Rocaberti y Díaz piden detalles a Argüelles sobre la versión del íncubo.
Este, según las cartas del fraile, confesó lo que era vox populi: que el rey había sido hechizado en 1675, a los 14 años, por su madre con una pócima hecha de vísceras de un cadáver. El fin sería dejarlo impotente e incapaz para mantener ella el poder.
Como el inquisidor valenciano contestó, algo escéptico, que “creer que esto [la enfermedad del rey] puede proceder del suceso del año 75 se hace inverosímil”, el fraile agregó una nueva aportación obtenida desde las tinieblas: Carlos II había vuelto a ser embrujado en 1694 por una hechicera que se llamaba María y vivía en la calle Mayor. “Buscar en la calle Mayor a una muger llamada María, es lo mismo que buscar un alfiler en un pajar”, replicó Rocaberti.
Al final, tras un año de contradicciones y rigores y ungüentos aplicados al monarca según la prescripción del demonio asturiano, el inquisidor optó por pedir disculpas al rey. Tampoco quiso involucrarse en las conjeturas de un nuevo exorcista llegado de Viena.
Pero para entonces, subraya Emilio Callado, el asunto de los hechizos era ya un secreto a voces en las cortes de media Europa, que intentaron sacar tajada de la debilidad física y mental del monarca. La muerte de Rocaberti en 1699 -con dudas sobre si fue envenenado- lo retiró de aquella tormenta política desatada por la trama en la que él fue protagonista. El investigador plantea si el arzobispo no intentó también jugar sus cartas en aquel turbio escenario.
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